Le quería. Siempre. A todas horas, todos los días. Recien levantado, con su pelo liso revuelto y despeinado, con los ojos entecerrados y ese pantalón largo de pijama a cuadros, sencillo. Cuando salía de la ducha, más vivo que nunca, y corría hacia ella, y le abrazaba, la levantaba y le hacía volar, volar como nunca. Y cuando por fín le devolvía los piés a la tierra, le besaba, como si fuera el último día que lo hiciera.
Le quería cuando tenía un mal día, con esa mirada apagada y esa sonrisa forzada, y ella iva, y le abrazaba, y le besuqueaba por todas partes hasta hacerle reír.
Le quería los días de resaca, cuándo solo le apetecía estar en el sofá, y se acurrucaban juntos para ver una película.
Pero, sobretodo, por encima de todo, cuándo más le quería, es cuando, lleno de vida, sonreía y decía esa frase que hacía temblar su cosmos, que su anatomía fallara y sentía que estaba no a tres metros sobre el cielo, si no ya en la puta estratosfera:
- Te quiero.